martes, 17 de diciembre de 2013

Carta a los reyes

Estos están siendo tiempos de cosecha. No es raro; suele ocurrirme, pasar sembrando y arando largos periodos hasta que empiezan a aparecer los frutos aquí dentro de mí. En muchas ocasiones, durante el proceso me he dejado las manos sangrando y el interior hecho jirones, pero siempre he conseguido recuperarme y, sobre todo, entre pequeñas y saludables cosechas año tras año, llega alguno en que recojo no mayor cantidad, sino frutos de fácil digestión que provienen de lo más profundo del terreno. Ocurre cada mucho, es verdad, pero lo que cosecho vale todo el trabajo sufrido año tras año.
Así está terminando este 2013.
Uno de los frutos más sabrosos (¡de cuánta amargura se ha nutrido!) es esta toma de conciencia, real, física –diría- de algo que ya rondaba mis intuiciones a nivel de conocimiento desde que era muy, muy joven. Ahora no es ya un pre-conocimiento; de algún modo ha tomado forma en sabiduría, es decir, en consciencia y vivencia presente: confío en la vida, siento que ella cuida de mí y yo no debo hacer más que dejar de interferir y alejarme de aquello que daña la paz que llevo dentro.
Todo cuanto necesito para vivir lo he tenido siempre (si no fuera así, simplemente no estaría aquí; no habría sobrevivido). Esto un hecho. Y vivir es el regalo, vivir es la fiesta a la que se me ha estado invitando cada día de estos más de 47 años que llevo dando vueltas por el mundo. Abrir los ojos cada mañana y sentir que el aire entra en mis pulmones; que la luz baña mis ojos e ilumina el cuarto en el que dormí cobijada; que mis oídos se llenan de las voces en las calles, las máquinas de limpieza, las discusiones de la gente que pasa, los cantos de alguien que, por la razón que sea, pasa feliz o endulzando su amargura; que la piel de mi cara y mis manos siente el frío de la mañana, mientras el resto de mí se abraza al calor que me proporcionan las mantas; que mi cuerpo se mueve con capacidad de transportarme hasta donde yo quiera; que mi boca puede gozar del sabor del café y mi nariz de su aroma. Sé que están llegando los días en que ya no vea ni siquiera con gafas, en que no escuche siquiera lo que ahora suena encapsulado en una caja metálica por la súbita pérdida auditiva del año pasado, sé que dejaré de moverme con la habilidad que aún tengo (y que nunca ha sido mucha, sino la necesaria). Sin embargo, lo que necesito para vivir seguirá ahí mientras siga viva. Si no, dejaré de estarlo y eso no duele; dejar de estar no hace daño. En el peor de los casos, si el proceso de irme fuera tan doloroso, siempre puedo decidir apurarlo.
Un año y medio viviendo sin trabajo estable ¡y sigo aquí! Esto sólo pude saberlo como he aprendido todo lo que vale la pena: asumiendo el riesgo y descubriendo que ¡sigo siendo feliz! Sólo hay una manera de vivir bien de verdad: saltando sobre los miedos.
¿Qué si tengo todo lo que quiero? ¡Claro que no! Pero es que lo que quiero no es lo que necesito. Lo que quiero es, incluso tan voluble que, a veces, cuando lo he tenido, he descubierto que había “querido mal”, que no me hacía sentir como imaginaba que me sentiría al tenerlo (y, situémonos, no soy de las que nunca haya querido joyas, un coche guapo, un caserón fastuoso o ropa de marca; no es de eso de lo que hablo).
No está mal que yo quiera y sueñe, eso me emplaza a moverme no sólo individualmente, sino política y colectivamente. ¡Pero es tan absurdo que sufra pensando en que perderé algo que en algún momento quise y siento que he conseguido! ¡Tan necio sufrir porque lo que deseo –y confundo con necesario- puede que no lo consiga! ¿Para qué inventarme dolores por lo que no es?
Lo que es, es que estoy, que estar es una maravilla, que no siempre es fácil, pero suele no serlo porque me lo complico con mis pequeños miedos. Es verdad que hace mucho, pero mucho, que no tengo grandes miedos ni grandes deseos que me hagan sufrir, pero algo en mí ha hecho “click” y siento que tengo que deshacerme también de los más pequeños. ¡Estoy aquí y, por lo tanto, tengo todo para estar! Y así ha sido más de 47 años, ¿qué sentido tiene preocuparme por si será así también mañana, el próximo mes o el año que viene?
¡Es tan simple! La vida me va dando lo que necesito para ser y, además, miles de otras posibilidades para que juegue… ¡para que viva! Basta que tome lo que creo que vale la pena y deje lo que no. ¿Me equivoqué? O tal vez ni siquiera me equivoqué y, sencillamente aquello que elegí y fue bueno, ha dejado serlo ahora. ¡Lógico, soy un ser humano jugando a vivir! Tengo que equivocarme y tengo que aceptar que lo vivo cambia. Entonces, sólo toca volver a elegir. Aceptar lo que se ha ido. Dejar atrás voluntariamente lo que me hace daño o no es justo y empezar de nuevo a elegir. Parece duro, pero no lo es tanto, es más duro aferrarse a lo que ya no hace bien; es más duro seguir en donde no se debe estar. Depende de mí cómo interpreto esta propuesta de la vida de “elige nuevamente”. Puedo asumirla con pesar, con culpa o con sufrimiento o puedo sentir que valió la pena porque sigo aquí y ahora tengo más experiencia, más herramientas para seguir jugando a vivir y ¡la invitación a nuevos juegos!
Estos juegos que me va proponiendo la vida no son competitivos. No puedo perder. Son juegos como los que jugaba de niña, jugar por jugar, por el placer de hacerlo, porque no se puede no jugar. Si entro en competencias -aún si lo hago conmigo misma pretendiendo ser mejor persona que ayer (y este es para mí un descubrimiento reciente)- lo voy a convertir en tarea, desvirtuando lo que la vida me está regalando y rompiendo esta paz, esta conciencia de ser, de estar; este bienestar que me habita.
La ética, que ha sido el motor de cada uno de mis movimientos, que ha sido la guía y el sentido de cada pregunta antes de hacer una elección, ha cambiado de lugar en mi vida ahora (tal vez ese fue el “click” que escuché). Sigue en ella; sin compromiso ético no quiero ser –tampoco podría ya-, pero se ha desplazado. En el centro está ahora mimar de mi paz, de este bienestar que siempre ha estado conmigo y que tantas veces he malgastado tratando de apaciguar guerras ajenas que me fueron traídas y que yo acepté por amor. No me daba cuenta de que mi comprensión, mi paciencia, mi capacidad de aguante, muchas veces -la mayoría- sólo sirven para alimentar al guerrero que se nutre de mi paz para seguir en su batalla. Las únicas excepciones válidas son l@s hij@s mientras se les educa. De sus batallas bien vale ser “el descanso del/de la guerrero/a” porque su sola presencia aporta también paz a pesar de sus primeras y dolorosas batallas consigo mism@s y de sus primeros encuentros con guerras ajenas. Aquí está mi truco, la razón por la cual ahora puedo permitirme el lujo de sólo cuidar de mí. Misión cumplida.
Mi paz, ahora, está en el centro y mi ética, a su servicio. Puedo dar lo que tengo a quién lo pida y sepa aprovecharlo sin dejarme a cambio sus cargas. Es su tarea deshacerse de ellas, como es la mía no permitir que nadie las ponga en mí. Bastante me ha costado deshacerme de las propias y, sobre todo, de las ajenas adoptadas al haber olvidado poner mi propia figurita en cada ejercicio de ética hasta que ya estaba muy cansada. Demasiada explicación, demasiada amable solicitud, demasiada paciencia, demasiada comprensión.
Así, lo que empezó hace casi una semana e iba a ser una especie de carta al 2014, una carta a Papá Noel para los “regalos” de este año porque “he sido buena”, se ha ido convirtiendo en una declaración de abandono a la vida. Escribía, borraba, editaba. Buscaba el modo exacto de pedir, tan preciso que esta vez no me equivocara al formular mis -pocos y humildes- deseos. Al final (no al final de una semana, sino al final de años), esto es lo que escribo.
No pido nada, no quiero nada. Sé que la vida me seguirá dando, como ha hecho ya largamente, todo lo que necesito mientras tenga que ser. Seguiré tomando lo necesario que me da. Seguiré jugando los juegos que me propone procurando no perturbar mi paz y, si puedo, sólo si puedo y mientras no me dañe, contagiarla. Lo que no tengo, no lo necesito y lo que elija de tanta oferta, lo tomaré y lo compartiré mientras me haga bien y lo dejaré ir (o lo sacaré con respeto, pero con fuerza, si fuera necesario) cuando me haga mal.
Comparto mi carta con tod@s por si alguien más estuviera allí, en el camino de formular algo parecido y le significa un empujoncito en “el aparato” que un día, hace “click”.
¡Bienvenido 2014!

lunes, 21 de octubre de 2013

El striptease

Esto lleva, por lo visto, alrededor de 2 años dando vueltas en youtube (o quizás más). Lo he visto en varios muros Facebook últimamente y me ha hecho reflexionar mucho.

http://www.youtube.com/watch?v=2e-YzSySoIo


Como es obvio, mi “alucine” viene de ver a tantas mujeres empeñadas con euforia en conseguir el desnudo total de un “hombre” bidimensional, rosa y luminoso (¡Pero qué sexy suena!... ¿O no?). Podría argumentarse que, dado que se trata de un anuncio publicitario, tanto las mujeres que apasionadamente pedalean como el resto de las personas que observan, son personas pagadas para fingir que reaccionan como lo hacen. Sin embargo, aunque así fuera, los comentarios en cada copia del video en youtube o en los FB en que lo he visto, evidencian reacciones bastante similares a las de las protagonistas.
Estoy segura de que si hiciéramos una encuesta preguntando a las mujeres cuántas de ellas se sentirían estimuladas a pedalear en una bicicleta estática para ver cómo hace un striptease un muñequito rosa hecho de luces y, en especial, cuántas lo harían gritando de pasión, la gran mayoría nos respondería que la sola pregunta les resulta absurda. ¿Qué pasa, entonces, aquí? Doña Psicología Social, señora donde las haya, puede ofrecernos varias respuestas. Desgraciadamente, no tengo el tiempo para detenerme en detallarlas. La Psicología Social y yo somos grandes amigas, la quiero con locura y buena parte de mi vida la vivo con ella a mi lado (si no toda; no puedo evitarlo, me apasiona). Sin embargo, su agradable compañía y nuestro perenne compromiso mutuo, no me aportan el dinero para el sustento cotidiano y tengo la mala costumbre -por ejemplo- de alimentarme, así que debo usar mi tiempo para los así llamados “trabajos serios” mal que le pese a mi pasión por la Psicología Social. Así las cosas, iré directamente al sustrato que queda como pozo de café después de todas las vueltas que la cucharilla dio en mi cabeza y que, ¡cómo no!, se aplica a las relaciones erótico afectivas: “Es decir que, para erotizarnos, lo que importa no es qué tan bueno esté el tío (ya me dirás tú cuánto puede estarlo este “dibujito animado”) sino cómo hayamos decidido mirarlo. Vamos, que parafraseando aquél viejo dicho: La belleza está en los ojos de quién mira; Lo erótico está en los ojos de quién mira.
Si pretendemos que algo o alguien nos resulte erotizante, es necesario que estemos dispuestas a dejarnos erotizar por ello. Ok, eso como primera idea, pero ¿es tan fácil cómo decidir yo solita que tal persona me resultará eróticamente estimulante? Parece que no, parece que, al menos ayuda, que haya otras personas dispuestas a compartir esa valoración. Es decir, no sólo se trata de lo que yo pueda considerar erotizante, sino de que en mi cultura, en el imaginario de la sociedad en que me he estado desarrollando y me desarrollo, aquello pueda ser concebido como erótico. Digámoslo de otro modo, que haya aprendido a significarlo de esa manera. ¿Imagináis a una sola chica pedaleando que consiga ir formando la imagen y hacerle perder “ropa” mientras otras pasan por su lado y la miran con cara de ¿qué-hace-esta-loca? Seguro que, si tiene la fuerza de ánimo para seguir dándole a la bici, al menos lo hará sin exultaciones. Sin embargo, sigue sin bastar. El hombre bidimensional, rosa y luminoso fue diseñado no sólo para “aparecer”, sino para provocar. Él “hace” cosas y no cualquier cosa, hace algo que se reconoce como intencionado, dirigido a provocar un efecto que, obviamente provoca: hace un striptease. Sea que atribuyamos al hombrecillo la intencionalidad (dudo que alguien lo haga) o a quienes lo crearon, su comportamiento se entiende –por lo visto, perfectamente- como una invitación a teatralizar (a performar) el diálogo de seducción/erotización. Y en este ir “actuando como si”, se produce el milagro: el deseo real de conseguir desnudarlo del todo.
Puede que en el proceso de este “trabajo comunitario de conseguir el desnudo”, algunas de las participantes hasta hayan obviado lo absurdo de empeñarse en ver desnudo un dibujito que se han decidido a “completar”. Lo “completan” poniendo ellas lo humano que aceptan estar invitadas a ver en él: deseo, intención de seducción, atractivo físico, piel, músculos, olores, texturas, brillo en los ojos… y la expectativa de un pene como parte prohibida de ser exhibida que esperan transgredir.
Soy plenamente consciente de hacer una reflexión muy superficial. Debería pasarme horas para citar teorías y ejemplos, para poder crear el marco teórico adecuado. No puedo permitirme hacerlo, así que sólo os invito a la reflexión partiendo de estas mías. Sobre todo, me gustaría que estas pinceladas os provocaran para reflexionar cómo se pueden aplicar estas inquietudes a la estimulación del deseo en los vínculos erótico-afectivos en que estáis involucrad@s. Si mi deseo por mi compañer@ está desapareciendo o, al menos, anda medio dormido y me parece importante recuperarlo, ¿qué de todo esto puede darme ideas, puede provocarme preguntas, puede emplazarme a encontrar maneras de despertarlo?
Hay, si somos honest@s, una trampa evidente: el hombre imaginario (y cualquiera de carne y hueso que nos regale un striptease) no es (no suele ser) alguien de quién conocemos (y padecemos, a veces), todas sus miserias. Está “libre de culpas” y tantas, tantas veces, lo que nos des-erotiza en pareja no es otra cosa que lo que nos duele en otros ámbitos de la relación. La mayor parte de las veces, la disminución o ausencia del deseo por nuestr@ partener es como el prurito que nos llaga la piel y que, por más que vayamos a la dermatóloga, no desaparece con cremas, potingues y pastillas si no nos damos cuenta de que es un síntoma de una intolerancia alimentaria. Entonces, de nada sirve afanarse sólo en el síntoma, sino es necesario tratar la causa al mismo tiempo.

viernes, 18 de octubre de 2013

Amando con miedo

Amo sabiendo que el amor, como toda cosa viva, puede morir. Es un riesgo de dolor aceptado desde el principio. Sin embargo, no amo temiendo la muerte de ese amor, amo festejando el amor vivo. Si ese amor enferma, entonces temo la muerte y procuro su recuperación. Si la muerte le atrapase, será triste. Sin embargo, cada momento vivido habrá valido la pena.
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Está avergonzado. Sabe que causa dolor (a sí mismo y a su compañera) con celos y desconfianza sin motivos aparentes. Sufre y hace sufrir.
Me dice, asustado, que no quiere pasar por tonto. Que teme el engaño porque sería muy doloroso descubrir que la mujer que ama no ha cuidado de sus emociones, se ha permitido asumir el riesgo de herirle sin que le importase lo suficiente el dolor que le causaría. Pregunto qué tiene que ver eso con ser él “el tonto”. Entiendo que eso le causaría dolor y entiendo que para evitar un dolor sólo posible, se está causando y le está causando a ella, constantemente, un dolor real, tangible, que está dañando la relación. Entiendo también que una traición la convirtiera a ella en –digamos- una persona desconsiderada. Sin embargo, “no entiendo” cómo algo que ella hiciera podría hacer de él, “un tonto”. Entonces me explica: significaría que no he podido verlo, que no me he dado cuenta antes de que me engañara (de que flirteara con otro-s-, de que me mintiera que me amaba mientras no era capaz de pensar en mí, etc.) de que era capaz de hacerlo.
Me quedo pensando. Le pregunto ¿De verdad crees que no sabes que un ser humano (ella o quién quiera que sea; también tú) es capaz de engañar? ¡Tod@s lo hacemos! Tod@s decimos que un peinado le sienta muy bien a alguien que acaba de cortarse el pelo y que ya no puede remediarlo, aunque no nos lo parezca. Creo que lo sabes, como sabes y yo sé, que por estar viv@s, vivimos en el riesgo de morir, es una posibilidad en cada minuto de nuestras vidas, pero (¡menos mal!) no vivimos nuestras vidas atent@s a evitar la muerte porque eso implicaría dejar de vivir de verdad.
Cuando se va, me quedo, como siempre, largo tiempo reflexionando. Fácil intuir que, educado para “ser un hombre”, es muy probable que haya aprendido que debe tener control sobre todo, que buena parte de su masculinidad y, por tanto, de su subjetividad, de su “quién-soy” esté atada a ser fuerte, no ser débil ante el sufrimiento –menos por amor, ¡tan femenino!- y al control (en especial sobre “su” mujer, pero, en general, sobre todo). Misión imposible encomendada a Los Hombres: controlar y no ser débil (el estar en control debilita en sí mismo, agota, rompe)
Creo que estamos frente a dos problemas que se retroalimentan. Uno que parece nacer desde dentro e ir hacia el afuera: aprender a vivir el amor con valentía, aceptando que amar es exponerse, es hacerse vulnerable, es ofrecer a la otra persona la posibilidad de hacerte sufrir en la confianza de que, porque también te ama, hará todo lo que está en su mano para prevenirlo, aunque, muy probablemente, no podrá evitarlo siempre. Basta que no te mire del modo que esperabas, que no diga la palabra que imaginabas y deseabas que saliera de su boca y ya habrás sentido el pequeño aguijonazo del dolor. Amar es un acto de fe y sí, ESA persona puede traicionar tu fe, y sí, dolerá, pero cuando has vivido y superado esto unas pocas veces, descubres la única cosa que te hará invencible: es tremendo sentir dolor, pero siempre has conseguido y siempre conseguirás volver a tener nuevos sueños, disfrutar y sentirte afortunad@ y feliz. Esta certeza nacida de la experiencia no hace que cada nuevo golpe de la vida duela menos, ¡qué más quisiéramos! Duele, duele de todos modos, pero ya no le crees a esa voz en tu cabeza que te dice que será para siempre, que “nunca más”. Si has sabido aprovechar las experiencias, reflexionar, trabajarlas, a veces ni la escuchas. “Ok, duele un huevo, pero sanará; lo sé, ya ha ocurrido.”
El otro problema podríamos verlo como viniendo desde afuera y ocupando el adentro y tod@s somos responsables de hacer que esto cambie: no se equivoca mi interlocutor cuando dice que “pasará por tonto”. Hay muchas personas para las que “culpabilizar a la víctima” parece ser más sencillo de encajar que aceptar esa vulnerabilidad de la que hablamos. Es como si poner las cosas de este modo, analizar de esta manera tan enrevesada los eventos les permitiera decirse: “a mí no me sucederá; no soy tont@, sabré estar atent@ y prevenirlo”. ¡Qué ingenua fantasía de control! (y que terrible amenaza para su salud mental –y la del/de la otr@- si verdaderamente vive así de “atent@” sus relaciones).
“¡Pero si tod@s nos habíamos dado cuenta de que si no le estaba ya poniendo los cuernos lo haría cualquier día! Es que casi se lo merece por no haberlo visto venir. ¡Y con sus antecedentes!”
Déjame ponerte en una situación absurda por extrema, pero… Si desde tu balcón ves como un hombre camina por la calle y otro se le acerca por detrás, saca un cuchillo y le mata, ¿te atreverías a comentar que dado que el caminante estaba vivo debiera haber estado atento a la posibilidad de ser asesinado? ¿Le llamarías tonto por no haber caminado con la cabeza girando hacia todas partes para prevenir el peligro? ¿Cómo podría disfrutar de la vida si estuviera cada minuto atento a prevenir el riesgo de morir? ¿De verdad no te plantearías como primera cuestión el papel del asesino? ¿En serio no estaría más impresionad@ y lleno de preguntas que de respuestas rápidas? ¡Detén esos juicios! Puede haber mil explicaciones (ninguna justificación) para ese homicidio (hace un mes, el ahora muerto había matado al hijo del asesino; el asesino quería robar y se puso nervioso; estas dos personas se habían peleado a golpes y humillado mutuamente hace una semana, etc.). Sin embargo, lo que no puede ocurrir, lo que no debe ocurrir, lo que debería llenarte de inquietudes sobre qué miedos y fantasmas se esconden tras tus irresponsables conclusiones, es que decidas que la persona muerta (o la persona herida en sus sentimientos) es culpable de no haber previsto y evitado una conducta que no ha ejecutado.
Las relaciones humanas no funcionan como las relaciones con objetos. No es que de A se desprende como consecuencia lógica B. Por eso son mucho más complejas, por eso somos tan vulnerables y las relaciones (y las personas que en ellas se van tejiendo) son tan únicas, fantásticamente maravillosas, sorprendentes e interesantes. Por eso es que vivir no puede ser una fiesta en que, en lugar de bailar, cantar, beber, reír, comer, te dediques a torturarte pensando en cómo evitar que acabe pronto.

sábado, 8 de junio de 2013

Libertad sexual

Si hoy hiciéramos una encuesta preguntando sobre los grados de libertad sexual percibidos, puedo apostar a que mucha gente nos diría que en España tenemos toda la libertad sexual posible… incluso, habría quién nos dijera que ya ha dejado de tratarse de libertad y esto se ha vuelto libertinaje y que “muy mal vamos si seguimos con esta especie de todo vale”.

La sexualidad humana es, aunque nos cueste creerlo, una “invención” cultural como todo aquello que lleva el calificativo de “humano”. No digo la sexualidad en general, digo “la sexualidad humana”.

Ser humano es, por definición, ser una entidad que mezcla naturaleza y cultura. Nosotr@s creamos una forma de vivir peculiar que varía en el tiempo y el espacio por lo que, lo que ahora nos parece “natural”, siglos antes podría haberse considerado una aberración (y viceversa). Para nosotr@s, ahora, muchas costumbres de otros grupos culturales o de otros tiempos nos parecen, como mínimo, “raras” y seguramente a a estas personas también resultamos extravagantes.

Así las cosas, la mentada “libertad sexual” actual aparece bastante reducida no sólo cuando comprobamos cuántas opciones aparecen como “desviadas”, “anormales”, etc. sólo porque son ajenas a las costumbres culturales de nuestro grupo. Esto, aunque provoquen placer a quiénes las practican, no dañen a nadie y sean elecciones hechas por personas adultas con capacidad para evaluar sus consecuencias y hacerse cargo de ellas. Es decir, a pesar de que sean actos libres y responsables. Sin embargo, hay otra forma de mermar la libertad sexual de la que no solemos ser muy concientes: entender que para ser “sexualmente libre” hay que decir “sí” a cualquier tipo de propuesta sexual.

Es perfectamente posible que algo no te haga mal ni se lo haga a ninguna tercera persona, que sea muy deseable para otr@s o, incluso, para ti mism@ en otr@s momentos, pero que no lo desees cuando se plantea. ¿Qué clase de libertad es aquella que en esta tesitura sólo deja la alternativa de decir: “sí”?

Nada te obliga, nada debiera obligarte, a hacer algo que no te apetece, que crees que no será gratificante para ti o que intuyes que te hará sentir mal o te puede disgustar. Ni con el argumento de ser “progre”, “liberad@”, etc., ni para evitar el calificativo de “estrecha” o de “poco hombre”. Como tampoco, nada debiera privarte de hacer lo que deseas si las personas con quienes quieres compartirlo lo desean también y así lo han decidido después de pensar en lo que sienten, piensan y sus posibles consecuencias. Ni por evitar las habladurías, ni por no herir a quienes te quieren y podrían sentirse desilusionad@s de que no te comportes como ell@s consideran “normal”, “natural” o aceptable.

Si tienes dudas frente a algo que, quizás te gustaría probar, que no tienes claro qué efectos puede tener en ti o las personas involucradas, asesórate, infórmate, imagínate en la situación y evalúa… quizás decidas esperar para volver a pensarlo más adelante; tal vez decidas que prefieres que eso se quede en el plano de las fantasías; puede que consideres que te gustaría mucho, pero que tendrá consecuencias negativas para la relación en la que estés y que quieres cuidar y por tanto, optes por privarte de ello, o bien, puedes que decidas probar. Entonces, asegúrate de que con quién experimentas sea alguien que te merezca la suficiente confianza para saber que bastará que digas “no quiero continuar” (y que sabrás cuidar de ti y decirlo).

Lo importante para ser sexualmente libre es que nunca hagas algo que no quieres hacer ni presiones a nadie a hacer aquello que no desea y que evites que tus conductas sexuales se vean limitadas por otra cosa que no sean tus propios deseos y decisiones responsables. Deja de preguntarte si lo que experimentas es “normal” o no (pregunta que escucho y leo con bastante frecuencia) y pregúntate si es lo que deseas, lo que te conviene y si quién comparte esas experiencias contigo también las ha escogido libremente.

… y una especie de principio que puede ser útil: puest@s a escoger conciliando los deseos de dos personas (o más), suele ser menos duro renunciar a algo que se desea que verse obligado a hacer lo que se rechaza, así es que más vale renunciar que imponer. Si quién renuncia a un deseo se llena de frustración, puede negociar otras formas de satisfacción y si no, tal vez, corresponda la pregunta de si estamos con la persona adecuada para caminar junt@s por la vida.